“Salvados”, relat amb què vaig guanyar el Premi de Literari Constantí (2022)

Us comparteixo el relat “Salvados” amb què vaig guanyar el Premi de Literari Constantí (2022)!



Salvados 


Un desayuno acelerado. Leche, cereales, una rebanada de pan con mermelada y mantequilla. Había que cumplir el ritual: camiseta y pantalón deportivos en la mochila, el bocadillo de jamón, y el calzado para correr. 

Ese día nos habían concentrado para el primer entrenamiento de cros. El típico gusanillo en esas lides me invadía. Habían sido muchos los días sin competir, sin correr, sin compartir bonitos momentos, sin explicar anécdotas, sin corretear por las ensenadas, sin recibir consejos de los entrenadores. 

La lucha bizantina entre las estaciones se agudiza en septiembre. Verano contra otoño, canícula versus hojas caídas, luz ante nubes. De playas ya semidesiertas a bosques henchidos de marrones y amarillos. 

Llegué al punto de la cita. El ruido característico de ilusiones inquebrantables, reencuentros, risas y abrazos era inconfundible. Compañeras y compañeros revolotean. ¡Qué nervios! Iba observando y estaban los mismos de la temporada pasada y una chica que parecía nueva. 

-¡Hola! ¡Feliz inicio de curso!, exclamó Rut, una entrenadora entrañable: amable, sonriente, siempre positiva, empática. Muy dulce.

-Os presento a Adriana. Es nueva y ha venido de Bolivia.

Me giré y los ojos de Adriana y los míos se hipnotizaron mutuamente. ¡Qué ojos! Sus ojos eran el vuelo de las golondrinas, la espuma de la ola que aterriza en la playa, el aliento tras el cristal en una mañana de escarcha… Sus ojos eran el camino por andar. Y desde ese momento decidí que querría andar su camino, y que lo anduviésemos juntos, y que dibujáramos historias intrépidas, insospechadas y bonitas. La vida nos cruzó, y yo quería que no dejara de cruzarnos. Creo que Adriana me sonrió, por el gracioso arco que percibí en sus ojos. Yo le sonreí.

-Adriana, soy Gerard. Te ayudaré en lo que necesites.

Hicimos algún ejercicio de calentamiento. Súbitamente, me percaté de un movimiento inusual de corredores al lado de un árbol. Alguien estaba en el suelo. Unas chicas se acercaron al lugar. Y yo también. Adriana lloraba a borbotones. Era preciosa. Tez morena, nariz fina, labios afrutados. 

Impulsivamente, sin pensar en nada, me arrodillé y abracé a Adriana. Quería darle cariño. La quería arropar con toda mi alma. No sé si fueron tres segundos, o cinco, o siete, pero la ternura que le regalé valió para una eternidad. Le regalé mi corazón. Le regalé mi alma. Cuando ella me susurró un suave “gracias”, con ese acento tan gracioso, me sentí en el paraíso. 

-¿Qué ha ocurrido?, preguntó un entrenador.

Adriana se levantó del suelo y comenzó a explicarlo todo. Balbuceaba. Sus palabras se entrecortaban con las lágrimas que aún iban resbalando por sus mejillas. Explicó que nada más comenzar a correr tres chicos grandotes se acercaron a ella. Le preguntaron de dónde venía. Ella les dijo que era de Bolivia, que era su primer entreno. Los bribones se rieron de ella. Cuando Adriana les preguntó por qué la trataban así, uno de los tres la empujó al suelo.   

Un entrenador aseguró que eso no quedaría así y que tomarían las medidas oportunas. Ello alivió ligeramente a Adriana, aunque la pobre parecía desbordada por la situación. ¡Vaya estreno más triste y duro! Le di mi número de teléfono para que me pudiera escribir por WhatsApp. 

-Gracias, gracias, muchísimas gracias, Gerard. Eres tan bueno conmigo…

Esas palabras cuando sus padres la vinieron a buscar al final del día me llegaron a lo más profundo del alma. ¡Estaba tan contento! Encima, después de cenar, Adriana me escribió por WhatsApp. Me dijo que me estaba muy agradecida, que se había sentido muy apoyada y arropada, y que sus padres también me enviaban el agradecimiento. Le comenté que hice lo que todos harían en mi lugar, y que no tenía por qué agradecérmelo.

En los siguientes días, se comentó que el club había identificado y sancionado a los tres energúmenos. Y trascendió que no pidieron perdón. Mientras tanto, Adriana y yo hablábamos muchísimo en cada entreno. Se integró con mi grupito de amigas y amigos. Yo la veía radiante, feliz. Su felicidad era la mía. Nuestra complicidad era enorme. No obstante, en la vida siempre aparecen nubarrones. Y el nubarrón principal era Javi, el capo del grupo que había agredido a Adriana. Aprovechó un momento de confusión para acercarse a nosotros dos y nos dijo que eso no quedaría así. Tragamos saliva. La mirada de miedo que le vi a Adriana me dolió. 

Las semanas fueron sucediéndose sin novedades. Bendita rutina. Hasta que un día hicimos una salida a un nuevo circuito de cros. Íbamos en diversos grupos, en uno de los cuales estaban los tres bravucones. En un momento determinado, observé que Javi se separó del grupo y descendió por unas escaleras colindantes al vestuario precedidas por un cartel que rezaba “Prohibido el paso”. 

Con mi innato espíritu de curiosidad, le seguí. Se introdujo en una especie de sótano, muy oscuro. Y escuché un estruendo y un grito. Rápidamente acudí. Javi estaba asido de una mano a un borde de una trampilla, que estaba abierta. Luego, los responsables de las instalaciones comentaron que estaban haciendo actuaciones de saneamiento. Sin pensarlo dos veces, me abalancé y sujeté también a Javi por un brazo, para evitar que cayera al fondo. Parecía un agujero profundo. 

-¡Ayúdame, por favor, ayúdame, que no aguanto!, gritó Javi, desesperado.

Yo intentaba tirar hacia arriba lo que podía, pero Javi era voluminoso y alto, y mis fuerzas comenzaban a flaquear. Intentaba auparlo, pero, entre que se movía fruto de su nerviosismo y apenas se veía nada, no había manera de que pudiera salir. Las gotas de sudor de mi frente delataban que yo estaba al límite. Se me iba escurriendo poco a poco. Yo no podía aguantar más. Estaba desesperado… Cuando parecía que Javi iba a caer al foso, una mano también le asió por el brazo.

-¡Adriana!, exclamé

Me había seguido y no dudó en ayudar. Milagrosamente, probablemente al ver a Adriana a mi lado, rescaté fuerzas de no sé dónde, y entre ella y yo conseguimos remontar a Javi. El chico estaba desesperado y llorando. La ciénaga era profunda, de bastantes metros.

-¿Estáis bien?, preguntó el vigilante de seguridad, alertado por los gritos.

Alrededor nuestro se arremolinaron entrenadores y muchos atletas. Javi abrazó a Adriana y me abrazó a mí. Era consciente de que le habíamos salvado. Era consciente de que, como afirma Hume, la moralidad se funda en el sentimiento. La solidaridad arranca del corazón. Ese corazón, sea de mujer o de hombre, sea de catalán o de boliviano, palpita bondad. 

En ese recóndito lugar, al final de unas angostas escaleras de un circuito anónimo, todos éramos conscientes de que habíamos salvado a Javi, y de que salvándole a él nos habíamos salvado todos.




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